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Honramos hoy con esta solemne concelebración en la Basílica de San Pedro a Nuestra Señora Reina de Palestina, Patrona de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén. Nuestro encuentro tiene lugar en torno al altar en el que Cristo continúa sacramentalmente su presencia entre nosotros; es un encuentro que tiene lugar después de un año de vida y compromiso con la Tierra de Jesús: Por eso hoy queremos pedir, una vez más, la bendición maternal de María sobre la Orden y sobre cada uno de nosotros y, por nuestra parte, renovar nuestro doble compromiso: el de la vida cristiana y el del amor de los hombres y mujeres a la Iglesia Madre de Jerusalén y que se proponen apoyarla con la oración, el afecto y la generosidad. Este encuentro nuestro tiene lugar durante un turbulento período de pandemia que no perdona a nadie. La propia Tierra Santa sigue estando profundamente afligida por ello. Nuestra fiesta patronal se adapta, por tanto, a las circunstancias, transmitiendo este rito sagrado también por vía telemática a aquellos que deseen unirse espiritualmente a nosotros.

En este complejo y difícil momento, sin embargo, estamos llamados a no perder la alegría espiritual, como enseñaba san Francisco de Asís al hermano León, el Proto-Custodio de Tierra Santa, casi haciéndose eco de las palabras del Apóstol Santiago cuando escribió: «Considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de vuestra fe produce paciencia. Pero que la paciencia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin ninguna deficiencia» (Sant 1, 2-4). Una Dama y un Caballero saben perfectamente que la unión con Dios, el amor a Dios, es el bien supemo hacia el que luchar, y es este amor por Dios el que produce la verdadera alegría y la paz.

Al venerar a María Reina de Palestina, reflexionemos brevemente sobre este título que le atribuyó inicialmente el patriarca Barlassina (1920) y que luego le fue concedido definitivamente por la Congregación de los Ritos en 1933. Con el amor a Tierra Santa no nos referimos aquí a un apego a los sitios históricos y arqueológicos, que ciertamente son siempre fascinantes, ni a un amor que está en la naturaleza de las relaciones filantrópicas, por muy nobles que sean. El amor por Tierra Santa, por otra parte, está en el contexto del amor de Dios por la humanidad; un amor que tuvo su plena manifestación en una región, en una tierra concreta, geográficamente determinada, precisamente Palestina; un lugar donde Dios quiso revelarse: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Éx 3,5), grita el Altísimo a Moisés; allí Dios también revela su nombre, se da a conocer. El profeta Isaías añadirá entonces – desde una perspectiva universal – que el Señor habría rasgado el velo que cubría los rostros de todos los pueblos y la oscura mortaja que se extendía sobre todas las naciones (cf. Is 25:7). Dejarse conocer por el hombre que caminaba «como a tientas» (Hch 17, 27), significaba para Dios restaurar esa relación original y esa dignidad filial para la que lo había creado.

Dios no es una filosofía, es decir, un razonamiento, por muy elevado y eminente que sea; ni es el fruto del deseo de escapar de las limitaciones humanas y del miedo a la muerte. Dios es, según la palabra de Jesús, ¡Padre! Es el que engendra amando. San Juan apóstol, en su síntesis teológica, escribió que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de Juan, comentadas por Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est, «expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana» (n. 1).

Así que fue en Palestina donde Dios manifestó la plenitud de su amor en Cristo. En esta manifestación, no se sirvió de acciones asombrosas, sino de acontecimientos humildes, de gente sencilla que aceptó colaborar de forma natural. Así como era natural que una mujer cooperara por su capacidad de engendrar. Esta mujer tiene un nombre: María, que tiene una vida, una tierra, un pueblo, una educación, una fe, tiene una familia de origen y piensa en un marido.  María es la cooperadora, con José, de una historia sagrada. No solo hay una tierra sagrada, también hay una historia que se convierte en sagrada, porque Dios interviene allí, irrumpe silenciosamente; la vida de María será, junto a la de José, una vida como tantas otras, común a tantas familias, pero también única por la presencia de Jesús y la misión redentora que el Padre le confiaba.

La Liturgia de la Palabra, en los dos pasajes elegidos para la celebración de hoy, nos cuenta un fragmento de la vida de María que, junto con José y el pequeño Jesús, se vio obligada a huir a Egipto; luego, al regresar a Palestina, se fueron a vivir a un pueblo, Nazaret. El evangelista Mateo comenta que esto ocurrió para cumplir lo que se había dicho a través de los profetas: «Jesús el Nazareno» (Mt 2, 23), una llamada que no es secundaria, ya que después, en la cruz de Cristo, Pilato tendrá la inscripción, «Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos» (Jn 19, 19).

La familia de Jesús, por lo tanto, regresa a Palestina, donde la vida de María tendrá lugar junto a la de su Hijo. Palestina fue la tierra que María recorrió muchas veces, desarrollando amistades y relaciones que a menudo estaban vinculadas precisamente a las de Jesús. En esta tierra comenzó también otra existencia, la de la Iglesia; la primera lectura de hoy nos relata precisamente este comienzo en Jerusalén: después de la Ascensión del Señor, en el mismo lugar donde se había celebrado la Última Cena, los discípulos «subieron a la sala superior, donde se alojaban» (Hch 1, 13): entre los Once que estaban orando, se encontraba también María, ciertas mujeres y algunos hombres. Por el don del Espíritu Santo nació la Iglesia. Comprendamos el paralelismo entre la encarnación de Jesús y el comienzo de la Iglesia, ambos son el resultado de la efusión divina del Espíritu Santo; en ambos casos María tuvo un papel predominante, pero si para el nacimiento de Jesús su función fue corporal, para la Iglesia era espiritual. Palestina ha visto así dos acontecimientos que están al principio de la historia de la salvación y de la Iglesia.

El título de «Reina de Palestina» no tiene aquí el sabor de la memoria de una ascendencia noble, sino que tiene su origen en la misión misma con una referencia a Dios; un título que por extensión va más allá de Palestina y se extiende a la Iglesia y al mundo.

A ella, patrona de nuestra Orden y constante presencia junto a los cristianos de Tierra Santa, venerada también por otras expresiones religiosas allí presentes, y de todos nosotros Caballeros y Damas, va nuestra afectuosa oración. A Ella, que se entrega al mundo y a la Iglesia y con la Iglesia de manera siempre nueva a través de la historia y las culturas, le pedimos el don de la paz para el mundo y en particular para la Tierra de la que fue hija elegida; pedimos su protección maternal sobre la Iglesia para que siga siendo el «Cuerpo de Jesús» que ella engendró espiritualmente, fiel a la misión que su Hijo le confió; una Iglesia en la que Jesús se revela y se entrega al mundo. Amén.

Fernando Cardenal Filoni

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