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El autor, caballero de la Orden del Santo Sepulcro desde 2007, explica en este artículo sus impresiones y recuerdos sobre esta Orden de caballería.

Nací y crecí en la ilustre ciudad de Calatayud. Los bilbilitanos nos sentíamos muy orgullosos de contar nada menos que con dos iglesias colegiales, cada una con su coro de canónigos: la de Santa María (antiguamente llamada de Mediavilla por hallarse en medio de la ciudad), dependiente del obispo diocesano; y la del Santo Sepulcro, que históricamente había dependido del patriarca de Jerusalén, y cuyos canónigos conservan las insignias que los acreditan como tales: la más visible, la roja cruz patriarcal (de dos brazos), que evoca el entronque con Tierra Santa y su patriarca.

En mi vida de niño y adolescente, a Santa María, bellísima y antiquísima, como quedaba muy cerca de casa, iba con frecuencia a misa, y cada semana, a confesar con mosén Enrique Carnicer, que era el canónigo magistral. La del Santo Sepulcro me cogía de paso en el camino hacia el Instituto, y allí tuvimos los alumnos algunos ejercicios espirituales en régimen abierto. En su capilla del Carmen me impusieron el escapulario de la Virgen. Su canónigo prior, don Pedro Ruiz venía por el Instituto. De él aprendí, en el tiempo de algunos recreos, a cantar la misa gregoriana De Angelis.

Don Pedro y don Enrique, dos personajes que influyeron en buena parte de aquella juventud. Los recuerdo a ambos elegantes, cubiertos con su amplio manteo; don Enrique lo solía llevar terciado. Este, además, era (como se decía) “visita de casa”, el sacerdote de confianza de la familia.

De los caballeros del Santo Sepulcro tenía menos referencias. Nunca había visto ninguno de ellos ni ninguna de sus ceremonias. Tan sólo escuchaba a mi madre decir, de vez en cuando, que el padre de su amiga Clarisa había sido un gran señor y un buen cristiano, tanto, que era Caballero del Santo Sepulcro. Clarisa Millán García de Cáceres vivía y trabajaba en Madrid, y en las ocasiones en las que venía a ver a su madre viuda, de vez en cuando, nos visitaba en casa. Era una reputada arqueóloga, experta en numismática. En la última visita que recuerdo, nos contó su estancia en Bélgica, huésped de los reyes Balduino y Fabiola, cuya colección de monedas y medallas había ido a catalogar. Puesto que ya no existía la obligación de que los Caballeros del Santo sepulcro hubieran de cruzarse en Jerusalén, su padre, don Miguel Millán Aguirre, había sido el primero que sería investido en la colegiata de Calatayud el 31 de octubre de 1920. De este modo se ejecutaba el nombramiento que le había sido conferido por el Patriarca latino de Jerusalén en 1895. Esto lo supe tiempo después, al leer el espléndido trabajo de Quintanilla y Rincón, La Real Colegiata del Santo Sepulcro de Calatayud, Zaragoza. Así como su padre no hubo de peregrinar a Jerusalén para ser investido caballero, Clarisa sí que viajaría allí años después y tendría ocasión de rezar (y retratarse) ante el Santo Sepulcro en una de las escalas del famoso Crucero universitario por el Mediterráneo del año 1933, organizado por el decano de Letras, García Morente, y en el que participaron unas doscientas personas entre profesores, investigadores y estudiantes de diversas facultades.

La Colegiata de Calatayud

De la Colegiata de Calatayud tenemos constancia histórica de sus orígenes e historia hasta el día de hoy. Tras conquistar Jerusalén al acabar la primera Cruzada, el año 1099, Godofredo de Bouillón dejó constituido un cabildo de canónigos regulares a cargo de la liturgia de la iglesia del Santo Sepulcro y un cuerpo de caballeros para su custodia allí en Tierra Santa.

Sólo cuarenta años después, se iba a erigir en España, en la ciudad de Calatayud, un templo del mismo nombre y dependiente directamente de aquél, dotado de un cabildo de canónigos y de unos bienes raíces con los que sustentarse. La coyuntura se presentó a la muerte del rey de Aragón, Alfonso I, quien dejó por herederos de su patrimonio a las tres órdenes jerosolimitanas: Santo Sepulcro, San Juan del Hospital y Temple. El patriarca de Jerusalén Guillermo I, tras renunciar a esta complicada herencia (como hicieron los representantes de las otras órdenes) envió en 1141 a un canónigo del Santo Sepulcro llamado Giraldo, para recibir del conde Ramón Berenguer IV, que sucedió a Alfonso I, ciertos territorios y vasallos que les eran cedidos en compensación a la renuncia de la herencia. Entre estas propiedades, la orden de canónigos recibió terrenos y bienes para construir y mantener la colegiata que llevaría el mismo nombre que su matriz. Con distintos avatares, la colegiata ha vivido hasta el día de hoy en que depende del obispo diocesano, y se rige por un párroco al que el obispo designa también como prior.

Debido a la importancia que había alcanzado la colegiata en la Orden del Santo Sepulcro, pues es considerada como casa madre de la Orden de Caballería, y coincidiendo con el 900 aniversario de la reconquista de Calatayud por Alfonso el Batallador, en 2020 el obispo de Tarazona, a cuya diócesis pertenece, solicitó de la Santa Sede que le fuera concedida la dignidad de Basílica.

El 9 de noviembre de 2020, la Santa Sede comunicó al obispo la concesión de este título, que no se había concedido nunca antes a un templo de la diócesis. A causa de la crisis sanitaria que sufría todo el mundo en esas fechas, la proclamación se trasladó al 12 de junio de 2021. Esta se celebró con una solemne ceremonia en la que, por añadidura, fue investido caballero eclesiástico el prior de la Basílica. Presidió la liturgia el cardenal Martínez Sistach, gran prior; concelebraron varios obispos y sacerdotes; asistieron las autoridades civiles y militares y unos 120 caballeros y damas de las dos circunscripciones españolas de Santo Sepulcro encabezadas por sus respectivos lugartenientes, don Juan Carlos de Balle y don José Carlos Sanjuán. Con este motivo, se estrenó la Santi Sepulcri Missa, compuesta para la ocasión por el maestro Josep-Enric Peris.

El nombramiento de caballero

Cuando en 2007 me propusieron ingresar en la orden de caballería, consideré que se me ofrecía un honor que, como decía de sí el escritor Châteaubriand, “ni había solicitado ni merecido”. Con un mismo ritual con el que a él le armaron caballero en 1810. Él, con todo sigilo por miedo de los turcos que podían irrumpir; nosotros (yo y mis compañeros de promoción), con todo el esplendor del órgano y los cantores. Él, por mano del guardián (superior) de los franciscanos de la Custodia, que era quien tenía entonces esa potestad; nosotros, por el arzobispo de Barcelona. Él, en la iglesia de los franciscanos que se halla junto a la del Santo Sepulcro; nosotros, en la seo de la ciudad condal española. Él y nosotros, recibiendo los tres toques de espada sobre el hombro (él, todavía de la espada de Godofredo, que desaparecería poco más tarde en un incendio); nosotros, con una réplica fiel. Él, recibiendo las espuelas doradas sobre sus botas; nosotros, poniendo la mano sobre ellas en señal de posesión. Luego, él y nosotros recibimos el hábito y las demás insignias: él, de manos de aquellos religiosos; nosotros, de manos de nuestro lugarteniente, que era entonces el conde de Lavern. Para acreditar esta dignidad, Châteaubriand volvió a París con un diploma firmado por el guardián y con el sello del convento; nosotros recibimos el diploma firmado y sellado en Roma por el Gran Maestre.

En ese día lleno de emociones, todavía se nos reservaba una gratísima sorpresa. A la cena con que celebrábamos el cruzamiento de los nuevos caballeros e investidura de damas, nos acompañó la reina Fabiola de los belgas, que esos días estaba en nuestra ciudad y tuvo la amabilidad de conversar con todos los comensales. Su conocimiento y aprecio de la Orden venía de antiguo; no en vano su hermano don Gonzalo de Mora había ostentado, en la misma, por años, la lugartenencia de Castilla y León.

Mientras algunos hacíamos corro en torno a ella y hablábamos del difunto rey Balduino, venía a mi memoria, por asociación de ideas, aquel primer caballero bilbilitano que se cruzó en la hoy basílica, y de su hija que un día fue a trabajar en el gabinete numismático del palacio real de Balduino y Fabiola y disfrutó también de su conversación.

Estancia en Tierra Santa

Desde el día que recibí el cruzamiento, iba creciendo mi interés por las cosas de Tierra Santa, que poco después iba a conocer despacio. En efecto, tuve la dicha de estar en Jerusalén tres semanas seguidas durante el verano del año 2010.

Pude visitar los Santos Lugares y conocer las personas mejor informadas: el muy apreciado franciscano padre Artemio Vitores, que era vicecustodio y vivía allí desde 1970; y el patriarca Fouad Twal, con quien pude conversar largamente en dos ocasiones, me impuso la venera de peregrino y entregó el correspondiente diploma.

No puedo olvidar, tampoco, la hospitalidad del jovial hermano Ovidio, compañero del padre Artemio, con quien llegó desde España cuarenta años antes, y que iba todos los años a recoger agua del río Jordán y embotellarla para ponerla a disposición de quien la pidiera, por ejemplo, para bautizar.

Conservo un recuerdo vivísimo de aquellas procesiones que, según me contaban, celebran desde hace siglos, todas las tardes, los frailes franciscanos en el interior del templo del Santo Sepulcro acompañados por los fieles portando todos candelas encendidas y cantando en latín los textos que vienen en el papel que distribuyen. Una emoción muy singular se siente cada vez que, ante un lugar que recuerda un paso del Señor, se pronuncia aquella palabra que ancla en la realidad más palpable: hic, ‘aquí’. Y los rostros de aquellos fieles del lugar, con los rasgos árabes y la mirada siempre agradecida por la presencia, la compañía de los peregrinos que no les dejan solos en su triste situación de minoría preterida. Y la alegría de los pequeños artesanos de Belén que venden sus artículos manufacturados. Cuando se cortan las peregrinaciones, se corta su sustento. También por esto, la Orden del Santo Sepulcro anima y organiza todos los años peregrinaciones desde los distintos países en que está implantada.

La Orden del Santo Sepulcro

Cuando alguien me pregunta a qué nos dedicamos quienes pertenecemos a la Orden del Santo Sepulcro, suelo responder con las palabras que solía dar un lugarteniente muy apreciado: “aquí se viene a dos cosas: a rezar y a pagar”.

Efectivamente, aparte de las oraciones y otras prácticas religiosas que cada uno vive según su propia espiritualidad, la Orden organiza misas, conferencias, retiros, con que estimular la piedad personal y la petición por los cristianos de Tierra Santa.

En el ámbito de la ayuda que se presta económicamente, aparte de las aportaciones ordinarias y extraordinarias de cada caballero y dama, se procura promover actividades con las que despertar la generosidad de otras personas que contribuyan al sostenimiento de la vida cristiana en la Tierra de Jesús.

La ayuda en la pandemia

En la actualidad, la Orden de Caballería soporta más del 90% del presupuesto del Patriarcado de Jerusalén (Palestina, Israel, Jordania y Chipre): sede del patriarcado, seminarios, parroquias, escuelas, universidades, residencias, dispensarios, labor de catequesis y edición de libros y catecismos…

A las necesidades creadas por la reciente pandemia de coronavirus, la Orden ha respondido con ayudas extraordinarias.

La distribución y el control de todas estas ayudas se lleva a cabo desde el Gran Magisterio, órgano máximo de gobierno de la Orden, con sede en Roma.

El 7 octubre de 2020, el patriarca Gianbattista Pizzaballa, en su cuarto año al frente del Patriarcado, agradecía, con estas palabras la ayuda de la Orden del Santo Sepulcro: “Durante estos cuatro años de servicio para la diócesis latina de Jerusalén, en el Patriarcado latino, he podido ver por mí mismo cuál es el papel de los Caballeros y Damas del Santo Sepulcro para esta Iglesia, no solo en el contexto de las actividades educativas y pastorales, sino en general para la vida de toda la diócesis. Tanto con los peregrinos, como a través de iniciativas en sus respectivos territorios, las distintas Lugartenencias han mantenido siempre vivo no solo de palabra, sino también de hecho y con su propio carácter concreto, el vínculo con las distintas realidades del Patriarcado latino. Todo esto también ha sido confirmado este último año, cuando durante la propagación de la pandemia del COVID-19, el Patriarcado se ha encontrado frente a una nueva emergencia …una gran parte de nuestra población se ha visto enfrentada a una drástica reducción de los salarios y a una situación económica general aún más frágil de lo habitual. Gracias al apoyo del Gran Maestre, con el Gran Magisterio, nuestro llamamiento a los Caballeros y Damas recibió una respuesta que superó con creces nuestras expectativas y nos dio el impulso necesario para afrontar esta emergencia con mayor serenidad. A todos nos asombró y sorprendió esta respuesta inmediata y su magnitud … ¡Gracias por ser, para esta pequeña pero importante Iglesia, el signo concreto y tangible de la Divina Providencia!»

A los lectores que se sientan identificados con esta labor de ayuda a Tierra Santa, les animaría, como aquel lugarteniente, a rezar y a ayudar económicamente: ¡ya sabrán encontrar el mejor modo de hacerlo!

La Orden en el mundo

En la actualidad, la Orden del Santo Sepulcro está constituida por unos 30.000 Caballeros y Damas de cuarenta naciones aproximadamente, organizados en unas 60 Lugartenencias y – en aquellos lugares en los que se encuentra en su fase de fundación – en una decena de Delegaciones Magistrales. Para coordinar el conjunto de la Orden, a nivel universal, se encuentra el Gran Maestre – un cardenal designado por el Papa – rodeado por un consejo de gobierno cuya sede se encuentra en Roma, es lo que se llama el Gran Magisterio.

El ejecutivo del Gran Magisterio está constituido por el Gobernador General, cuatro Vicegobernadores y el Canciller de la Orden. El gobernador General sigue las cuestiones de organización estructurales y materiales, especialmente las actividades sociales y caritativas en Tierra Santa.

El Maestro de ceremonias guía y asiste al Gran Maestre para la expansión espiritual de la Orden. También forman parte del Gran Magisterio el Asesor y el Lugarteniente General.

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