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El año 1099 de nuestra era concluía la primera Cruzada en Tierra Santa con la recuperación del Santo Sepulcro de Nuestro Señor. Inmediatamente, su libertador, Godofredo de Bouillón, hizo constituir un capítulo de canónigos para que cuidara del culto de aquel templo, y un grupo de bravos caballeros para que lo custodiara.

Cuarenta años más tarde, el nuevo patriarca de Jerusalén enviaba uno de sus canónigos a Calatayud para hacerse cargo de las tierras y bienes que les concedía el conde Berenguer IV como consecuencia (y solución) de la herencia que Alfonso I había dejado en favor de las tres órdenes jerosolimitanas. Con esos medios, en 1156, se bendecía un nuevo templo en la ciudad aragonesa, dedicado, como su casa matriz, al Santo Sepulcro.

Claustro gótico y templo herreriano

De la fábrica del templo gótico-mudéjar, que sustituyó a la primera construcción románica, se conservan los restos de un hermoso claustro que, gracias a las tareas de restauración de las últimas décadas, puede ser visitado y admirado.

La construcción actual se levantó entre los años 1605 y 1613, impulsada por el prior Juan de Palafox, y según los planos de Gaspar de Villaverde, en estilo herreriano, con gran fachada de tres puertas y flanqueada por dos torres gemelas de planta cuadrangular, unidas al cuerpo central por medio de aletones.

No hay que confundir este Juan de Palafox, prior y mecenas de la colegiata con su sobrino, el beato Juan de Palafox y Mendoza, que fue virrey de México, obispo de Puebla y de Osma, beatificado en 2011 después de muchos inconvenientes, gracias a la tenacidad de los padres carmelitas que siguieron la causa por una amistad histórica e institucional.

Este segundo Juan de Palafox era hijo natural del marqués de Ariza (que tenía castillo y palacio urbano en esa localidad a 30 km de Calatayud), hermano del prior. Cuando el niño contaba nueve años, el marqués lo reconoció y, para su educación, pretendió encomendarlo a la custodia del tío. Este, con lógica sensata, respondió que clérigo joven con sobrino natural a su cargo (la identidad de la madre se mantuvo siempre silenciada) constituirían un blanco seguro para la maledicencia; y se acabó poniendo al niño bajo el amparo del obispo de Tarazona, fray Diego de Yepes, que había sido confesor de santa Teresa, y cerca de la madre, que, arrepentida, llevaba vida ejemplar y anónima en el Carmelo de aquella ciudad.

Retablos laterales

Lo más destacable de este templo desde el punto de vista artístico, es, sin duda, el conjunto de retablos que se disponen a ambos lados de la nave principal representando la pasión del Señor. Fueron encargados inmediatamente después de completarse el edificio y costeados por el mismo prior Juan de Palafox. Más tarde, en 1666, el canónigo Francisco Yago encargó otros dos, que irían a uno y otro lado del altar mayor. El hecho de que todas las capillas laterales estén dedicadas al ciclo completo de la pasión y muerte de Jesús constituye una peculiaridad única en el mundo. Su calidad por separado, y especialmente en su conjunto, los convierte en una joya del barroco español.

Coro

El coro, en el ábside, oculto tras el altar mayor, presenta dos órdenes de sillerías talladas en 1640, entre las que destaca el sitial del prior con un bajorrelieve de san Agustín, cuya Regla seguían, hasta el siglo xix, los canónigos. En 1854, como consecuencia de la desamortización, se extinguió el cabildo, y la colegiata fue convertida en parroquia hasta que, gracias a las gestiones de los caballeros, Roma concedió que, en adelante, tuviera consideración de colegiata ad honorem dependiendo del obispo diocesano, quien nombraría al párroco con consideración de prior del cabildo. Esto sucedía en 1901. En agradecimiento, el primer párroco-prior pidió y consiguió de Roma que los caballeros españoles del Santo Sepulcro puedan ser investidos canónigos honorarios: cuando acuden a tomar posesión, ocupan sus respectivos lugares en la sillería del coro.

Baldaquino

Sobre el altar mayor, en el siglo XVIII, se levantó un imponente baldaquino que alberga, detrás del ara, el grupo escultórico del Santo Entierro con Cristo yacente flanqueado por Nicodemo y José de Arimatea. Por encima, se remata con un cupulín rasgado por claraboyas. En lo más alto, unas tallas de madera, imitando mármol blanco, del Resucitado triunfante y dos ángeles portando la santa sábana y la lápida del sepulcro.

Nuestra Señora de Bolduc

A ambos lados del crucero se abren sendas capillas muy capaces: en su tiempo fueron sacristía y sala capitular. En la del lado del Evangelio, se encuentra, entre otros objetos apreciables, un lienzo de la Virgen de Bolduc del siglo XVII, que trajo consigo de Bruselas la familia Gilman, que emparentaría en Calatayud con el barón de Warsage y con los De la Fuente, y tiene enterramiento en esa misma capilla.

Virgen del Carmen (¿de Ruzola?)

Del lado de la Epístola, más amplia, la antigua sala capitular constituye un ámbito como de iglesia aneja, con entrada propia al fondo. Está hoy dedicada a la Virgen del Carmen, y utilizada como Capilla del Santísimo. Esta Virgen no estuvo siempre allí, y su procedencia todavía no ha sido aclarada completamente.

Hace poco más de un año, estudiando los Anales del antiguo convento de San Alberto de carmelitas descalzas de Calatayud (que acababa de localizar en la ciudad de Valencia), leí que, con ocasión de celebrase, en 1951, el centenario de la entrega del escapulario de la Virgen a san Simón Stock, se había organizado en la ciudad un triduo de actos de culto y de piedad popular. El último de esos días, 1 de julio, a las siete de la tarde salió a recorrer las calles una «devota procesión en la que desfilaron todas las imágenes de la Reina y Madre del Carmelo más veneradas de la ciudad, a saber: las de las iglesias de San Pedro de los Francos, San Juan el Real, Santa María, y la del Santo Sepulcro —donde está erigida la Cofradía del Carmen—, por ser esta la de mayor veneración en Calatayud, por la tradición de que dicha imagen fue la que habló a nuestro padre Ruzola».

Todo esto requiere una explicación. En primer lugar, en esa capilla tenía su sede por entonces, la Tercera Orden y Cofradía del Carmen, lo que explica por qué los bilbilitanos que queríamos recibir el escapulario acudíamos allí y por qué las carmelitas la sentían como algo muy suyo. En 1955, cuando las monjas albergaban la esperanza de que hubiera de nuevo frailes de su orden en la ciudad, en una de sus fiestas de puertas adentro, recitaron unos versos en que decían: «No toques la noble Bílbilis, / que es toda carmelitana; / tres templos le ha levantado / su piedad tan acendrada: / el Sepulcro, las Descalzas, / y este futuro Carmelo, / que de la Estación se llama» (junto a la estación de tren, una familia poseía una pequeña ermita que ofrecieron a los frailes para fundar convento; estos, después de estudiar el asunto, rehusaron fundar por falta de sujetos, pero acudían regularmente desde Zaragoza para celebrar misa todos los domingos).

Pero vengamos al venerable Ruzola. Nació en Calatayud en 1559. Huérfano de padre, fue acogido por su tío materno que era prior en el ya desaparecido convento del Carmen (calzado), que se erguía frente a la colegiata del Santo Sepulcro. Viendo las muchas cualidades del pequeño, el provincial lo llevó consigo a Zaragoza; pero este, inspirado por la Virgen, decidió pasarse a los descalzos. En esta condición, Domingo de Jesús María, como se llamaría en adelante, estudió primero, y ejerció cargos después en Valencia, Pastrana, Madrid, Alcalá, Barcelona, Zaragoza, Toledo, Calatayud… y saltó a Roma, donde contribuyó a la creación de una Congregación de Carmelitas Descalzos separada de la de España, de la que llegó a ser elegido general. Desempeñó misiones diplomáticas en diversos países de Europa; tuvo una intervención decisiva con sus arengas y oraciones en la victoria de los católicos en la batalla de la Montaña Blanca a las puertas de Praga. La muerte le sobrevino el año 1630 en Viena, en el palacio del Emperador Fernando II, donde el monarca le había obligado a alojarse como legado pontificio que era. Se le hicieron en la capital del Imperio solemnes funerales con asistencia de toda la nobleza. En Calatayud, entretanto, no se tenía noticia de su persona ni mucho menos de sus andanzas. Gracias a una carta enviada por el Emperador al Ayuntamiento de la ciudad, el municipio le dedicó lucidas exequias un año después de su muerte en la iglesia de San Juan de Vallupié. Más tarde (1670), por cesión de sus familiares, la casa natalicia, en la plaza del Olivo, se transformó en capilla dedicada a Nuestra Señora del Buen Parto, que se mantiene abierta al culto hasta el día de hoy.

Conocido en su tiempo como el «taumaturgo» por sus muchos milagros, su proceso de canonización fue incoado al poco de morir por el propio Emperador, y reanudado, después de un largo paréntesis, por los carmelitas a principios del siglo XX Actualmente lleva parado desde 1940 esperando que alguien lo tome a su cargo.

Sus biógrafos coinciden en narrar que, mientras estaba en el convento del Carmen al amparo del tío prior, daba grandes muestras de piedad; y de noche, frecuentemente, se iba a una capilla donde había una escultura de la Virgen y una talla del Crucificado con los que hablaba. La Virgen algunas veces le dejaba el Niño en sus manos. Según las Glorias de Calatayud, durante muchos años después, este Niño era llevado a los enfermos, que obtenían por su medio gracias corporales o espirituales. Esos coloquios del pequeño Domingo con Jesús y con María, que vienen relatados en diversas historias, los representa al vivo un lienzo antiguo en la capilla de la plaza del Olivo. El convento del Carmen se derribó en 1835, y sus joyas más preciadas fueron repartidas. Consta a dónde fue a parar el sagrario, y una custodia…; y, sobre todo, el Cristo milagroso, que fue entregado al convento de monjas capuchinas, donde lo veneran los bilbilitanos.  Pero, de la Virgen que otorgaba al pequeño Domingo parecidos favores que el Cristo, no hay noticia de dónde fue a parar. Según una tradición, que han recogido Carlos de la Fuente y Rafael López-Melús (y de la que se hacían eco los Anales de las carmelitas en 1951), esa imagen es la que ahora se venera en la colegiata-basílica del Santo Sepulcro. Otros muchos bilbilitanos recuerdan haber oído a sus mayores que la Virgen del Carmen pasó al Santo Sepulcro del palacio de los marqueses de Villa Antonia.

Ambas tradiciones son conciliables. El llamado palacio de Villa Antonia se yergue enfrente del solar que ocupaba el convento del Carmen: les separa tan solo una estrecha calle. Quizás, los frailes pasaron la imagen del convento al palacio buscando para ella un lugar más seguro que la colegiata que había sido recientemente saqueada por los franceses y temía su próxima desamortización. Los marqueses la cederían en tiempos más propicios al Santo Sepulcro, adonde seguramente estaba destinada en un principio. De hecho, en aquella casa señorial la imagen no encajaba: demasiado grande para el oratorio privado, se colocaría en algún lugar digno, pero inapropiado para su tamaño. Tampoco en la colegiata, cuando pasó a este templo, había lugar para ella. De hecho, se la instaló en una capilla que estaba dedicada a la Virgen de Guadalupe superponiéndolas: el lienzo de la de Guadalupe queda prácticamente tapado por el bulto de Nuestra Señora del Carmen, una estatua de vestir. La representación de la Guadalupana había  sido donada por el canónigo doctor Tomás Cuber, que había marchado a México el año 1775 como inquisidor. Gracias a unas fotografías que me ha proporcionado la dama Isabel Ibarra, historiadora, el lector podrá ver las dos imágenes solapadas, y luego separadas, como cuando sacan la del Carmen, para su novena, a la nave central.

Si viviera la última habitante del palacio, saldríamos de dudas acerca de los pasos que recorrió la imagen. Tenía ella una memoria privilegiada para las cosas de su casa. La conocí cuando yo tendría unos veinte años, y ella era la abuela de los amigos que me habían introducido en su casa. Vivían regularmente en Madrid, y venían a Calatayud en verano. No sé cómo salió un día en la conversación la extraña distribución de la entrada a la casa. En las reformas llevadas a cabo el siglo xix, se había levantado una fachada a la plaza del Carmen muy bien trazada, con una gran portada coronada de escudo heráldico. Pero, al entrar en el zaguán causaba extrañeza la escalera un poco como de servicio, y el acceso, luego, a un vestíbulo exiguo. Desde allí, a través de un pasillo, se llegaba finalmente a la esperable sucesión de salones amplios y señoriales. Me explicó la marquesa que antes se entraba a la casa por la calle del Carmen y se accedía a la planta noble subiendo una amplia escalinata. Pero en tiempos de sus abuelos, sobre esa escalera quedaron indelebles las huellas de un crimen pasional entre criados de la casa. Esa fue la razón de cegar aquel acceso y abrir uno nuevo. Con esta memoria e interés por las cosas de su familia, ¡cómo no iba a dar razón del origen de aquella Virgen del Carmen! Los descendientes de la marquesa solo recuerdan que en su casa se guardaba el ajuar de la Virgen, y que venían de la colegiata a buscarlo cada vez que era fiesta grande o la sacaban en procesión. También es memoria popular que hasta los años 70 del pasado siglo, la Virgen, cuando procesionaba, hacía estación en el palacio, y entraba en el patio, como antigua huésped de la casa. La proximidad del palacio y la colegiata no era solamente física. El palacio, hoy abandonado, había sido levantado, y habitado durante siglos, por el viejo linaje de los Muñoz-Serrano —apellido materno de la marquesa que yo conocí, doña Antonia de Velasco—, que tenían su enterramiento a los pies del presbiterio del Santo Sepulcro de Calatayud.

Toda esta información la he compartido con algunas personas que han investigado acerca de la Orden y de esta antigua colegiata, y hasta el momento ni ellos ni yo hemos encontrado un documento que permita asegurar con rotundidad que la imagen de la Virgen del Carmen con el Niño que se venera en el Santo Sepulcro de Calatayud es la misma con la que mantenía coloquios místicos el pequeño Domingo Ruzola en el convento del Carmen frontero de la colegiata. Al inconveniente que observa el propio De la Fuente —y es notorio— de que la factura de la que ahora se venera parece más tardía, se puede objetar que quizás se trata de una restauración y adaptación al gusto del siglo xix, como sucede con tantas imágenes retocadas. No pierdo, en fin, la esperanza de que las averiguaciones que se siguen haciendo en archivos, o un examen detenido de la imagen, acaben proporcionándonos la solución a esta hipótesis, o nos deparen nuevas sorpresas.

*Las fotos de este artículo son propiedad de la Asociación Torre Albarrana

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