Los Caballeros y Damas del Santo Sepulcro de Jerusalén celebran la Pascua del Resucitado con alegría y fe. Para nosotros es un día especial. Nuestra mente nos lleva a Tierra Santa y a la Basílica del Santo Sepulcro, donde nuestra Orden encuentra sentido y motivación. El recuerdo de ese lugar sagrado, visitado durante peregrinaciones que han cambiado nuestra percepción del relato evangélico, nos permite captar la misma experiencia que tuvieron los hombres y mujeres que se encontraron con el Señor resucitado.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros» (Lc 22, 15).
Este sentimiento de Jesús de pasar la gran fiesta judía con sus amigos, según la costumbre mosaica, no terminó en aquella última cena; al contrario, permaneció vivo y evidente, hasta el punto de que Jesús les pide que repitan aquel banquete por siempre: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19). Un deseo que se convierte así en un sacramento, es decir, una muestra de fe, un memorial del Señor, un acto sagrado y eficaz para la gracia que se nos concede.
Podemos decir que el mismo deseo del Señor, es decir, esa invitación a participar en la Pascua, nos llega en la ocasión litúrgica de este año y se extiende a cualquier lugar del mundo donde se celebre una Eucaristía.
Por tanto, nosotros también estamos invitados a entrar en la Pascua del Señor, el memorial de su pasión, muerte y resurrección.
¿Qué significa entrar en la Pascua de Jesús?
Para los discípulos existía una amistad con él, una relación de larga duración consolidada por una atracción fuertemente aumentada con el tiempo por el diálogo, por una nueva predicación, por una peregrinación durante la cual habían sido testigos de acontecimientos prodigiosos y por una misericordia hacia los más pequeños y los enfermos que sorprendía y asombraba a todos. Jesús hablaba de Dios; y lo hacía como Padre; no le interesaba una religión exclusivista e intolerante. Para Pedro y los demás, por tanto, había una gran cantidad de conexiones.
¿Pero para nosotros? Se trata de una cuestión real, no retórica, seria, tanto más cuanto que para muchos hoy, entrar en la Pascua tiene el sabor de un ritual, de un pasado, de un acontecimiento que sale de las páginas de una historia lejana, más aún en un contexto sociocultural a menudo hecho de indiferencia hacia cualquier sacralidad, acostumbrado a quemar noticias y hechos, incluso dramáticos; en el caso de la indiferencia, no hay mucho que hacer; la ignorancia, en cambio, puede ser superada con una pizca de curiosidad.
Entrar en la Pascua en un contexto de fe significa revivir el acontecimiento central de la fe cristiana. Llegamos a comprender la grandeza del misterio de la Encarnación de Dios en Jesús gracias a la Pascua. Si Jesús no hubiera resucitado, predicó San Pablo a los corintios, «vana sería nuestra fe». (1 Cor 15, 14). Con la Pascua nos acercamos al misterio de la resurrección del Señor y a ese primer encuentro con los discípulos que se convertirá en el día conmemorativo (domingo) del Señor Resucitado.
La resurrección de Jesús fue algo sorprendente. La Pascua nos sitúa en cierto modo al lado de la experiencia de Pedro, Juan, Tomás y los demás discípulos, hombres y mujeres profundamente turbados por el dramático final del Maestro, al que ahora encuentran vivo. De esa profunda perturbación es Jesús mismo quien los hace salir: He aquí que estoy de nuevo con vosotros, mirad mis manos, mis pies y mi cuerpo, que llevan las marcas de la pasión (cf. Lc 24,39); recordad las palabras que os dije: Me odiaron sin razón (cf. Jn 15,25); volveré a vosotros (cf. Jn 14,28) y os daré el mismo Espíritu de verdad (cf. Jn 16,7) que procede del Padre y da testimonio de mi misión (cf. Jn 15,26-27). La fe de la Iglesia se basa en ese acontecimiento.
Ante Jesús, que vuelve a estar vivo y se deja ver y tocar, los discípulos, las mujeres y los demás no lo miran como en el pasado, como antes de su muerte; lo miran con la humildad de una confianza transformada en un vínculo nuevo, no solo antropológico, sino teológico, es decir, un vínculo que ha pasado por el dolor, la muerte y la confusión del corazón y se ha purificado; es la experiencia definitiva que une al hombre Jesús y a su divinidad y les hace apóstoles suyos en el mundo.
En la Pascua, Jesús nos atrae hacia sí de la misma manera, como sus amigos, porque también nosotros necesitamos estar con Cristo y encontrarnos con él, para sentir su mirada benévola, no escandalizada ni inquisitiva, una mirada que no nos juzga, sino que es la mensajera de esa paz con la que saludó y reconcilió a los discípulos por primera vez después de su resurrección: ¡Paz a vosotros! (cf. Jn 20,19).
La Pascua nos recuerda que en nuestra vida, Dios no es un espectador indiferente, aunque a veces esa sea nuestra percepción, traumatizados por el mal que nos atormenta, la violencia que nos rodea y el «silencio» de Dios; Jesús no queda sepultado en la muerte y en nuestra incredulidad; Como a los dos discípulos de Emaús, nos acompaña como viajeros, se da a conocer en los signos del espíritu, calienta nuestro corazón dando sentido a nuestras preguntas, se sienta a la mesa con nosotros, toma y parte el pan de la fe, pronuncia la bendición, nos da el alimento de los sacramentos, del perdón y de la gracia, y lentamente deja que nuestros ojos se abran.
Aunque seamos «¡Necios y torpes para creer!» (Lc 24,25), no podemos olvidar que el reconocimiento del sentido de la Pascua parte del interior, es decir, del reconocimiento de Jesucristo como Señor, el que salva. Agustín de Hipona, el santo obispo de la Iglesia norteafricana del siglo IV, hablaba de la inquietud puesta en el corazón por Cristo, por aquel que Dostoievski llamaba «nuestra última esperanza»; por el Cristo que deseaba ardientemente pasar la Pascua con sus amigos y que desde entonces, desde su última cena terrenal, quería que la puerta quedara abierta y la invitación extendida a todos los pueblos.
Fernando Cardenal Filoni