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Benedicto XVI ha sido un profeta de nuestro tiempo, un Maestro de la Iglesia, un Padre para todos.

El más famoso de sus biógrafos, Peter Seewald, escribió que era para algunos un personaje embarazoso que inquietaba a sus adversarios, y recordaba -citando al filósofo francés Bernard-Henri Lévy- que su nombre suscitaba prejuicios, mala fe e incluso desinformación. En realidad, escribía Seewald, «Joseph Ratzinger fascinaba por sus nobles modales, su elevado espíritu, la honestidad de sus análisis, la profundidad y la belleza de sus palabras. Su mensaje puede molestar, pero es fiel a la enseñanza del Evangelio, a las doctrinas de los Padres de la Iglesia y a las reformas del Concilio Vaticano II» (Benedetto XVI – Una vita[1], Garzanti, 2020). Comparto esta opinión, también por mi conocimiento directo de este «gran Papa», como lo llamó su sucesor Francisco.

Sí, Benedicto XVI ha sido un profeta de nuestro tiempo. La historia de la Profecía en la Sagrada Escritura está vinculada a la relación entre Dios y su Pueblo. Dios ama, Dios es celoso, Dios llama incesantemente a la conversión. Benedicto XVI tuvo esta misión durante medio siglo, a caballo entre los siglos XX y XXI, una época de grandes transformaciones para la sociedad, revolucionada por la investigación científica, por una tecnología casi omnipotente y por la pérdida de lo sagrado. Fue un tiempo de testimonio y perteneció a un siglo complejo.

Como profesor y joven colaborador durante el Concilio Vaticano II, poseía plenamente el sensus Ecclesiae, que es la base de la verdadera eclesiología, distanciándose de los que querían una ruptura entre el pasado y el futuro; amaba, interpretando la Revelación divina en su doble economía de acciones y palabras; de acuerdo con el estilo y el discurso bíblico, Benedicto XVI puso de manifiesto la percepción de la actualidad religiosa en relación con el pensamiento político y social. El Evangelio y la alta tradición patrística se convirtieron en la referencia constante para enriquecer su mensaje elevado y comprensible al mismo tiempo; supo mostrar, por así decirlo, el dedo de la presencia de Dios en la historia.

Acoger la Revelación divina en obediencia a la Fe, sin que falte la inteligencia y la voluntad, fue para Benedicto XVI una constante, que llegó a la culminación de su discurso sobre Jesús, fuente y cumbre de la Revelación. Mostró como nadie la riqueza y la belleza de Cristo en su magnífica trilogía Jesús de Nazaret, una obra que quedará en la vida de la Iglesia como su obra maestra espiritual de gran profundidad cultural y teológica al mismo tiempo.

Realmente tenía en el corazón el papel y el valor de la Santa Tradición que proviene de la enseñanza apostólica. La Iglesia, como él mismo enseñaba, progresa en la verdad bajo la asistencia del Espíritu Santo, a través de la Sagrada Escritura y de la memoria de los Padres: conservadas, expuestas y difundidas. Con este Depósito sagrado, Benedicto XVI inició el servicio al Magisterio vivo de la Iglesia, que nunca está por encima de la palabra de Dios.

Juan Pablo II lo quiso a su lado para dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe durante muchos años. Luego, como Sumo Pontífice, él mismo se convirtió en el atento Servus servorum Dei dentro de la Iglesia y en el mundo. Nadie podrá olvidar sus primeras y significativas palabras pronunciadas al ser elegido para el trono de Pedro: «Después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor.
Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado
» (19 de abril de 2005).

Los profetas tienen una humildad transparente, por eso son amados u odiados; la humildad de Benedicto XVI ha sido reconocida, y la gente lo ha querido profundamente. Lo estimaban porque hablaba de Dios y de su misericordia, y recordaba a la gente su presencia. Aquellos que han descifrado todos los aspectos de su vida y sus discursos con una mirada prejuiciosa y farisaica perdieron la grandeza de su alma.

El 265º Papa de la Iglesia católica, obispo de Roma, tenía, pues, la misión de hablar de Dios de forma adecuada a nuestro mundo secularizado y sabelotodo. Lo hizo de forma elevada (teológicamente hablando) y sencilla, tanto por escrito como a través de homilías y discursos. En su pensamiento, siempre mantuvo una profunda visión antropológica, nunca desligada de lo Eterno: «El hombre se pierde a sí mismo cuando se olvida de su creador, Dios. Olvidando a Dios ya no sabe descifrar el mensaje de su naturaleza, olvida su medida y se convierte para sí mismo en un enigma sin respuesta» (J. Ratzinger – Benedetto XVI, per Amore[2] , LEV-Cantagalli, 2019). También en relación con la naturaleza dijo que «cuando nos olvidamos de Dios, las cosas se vuelven mudas, solo materiales, algo sin por qué, desprovisto de cualquier significado profundo. Si volvemos a Dios, las cosas empiezan a hablar» (ibíd.).

Benedicto XVI ha sido un padre. Su paternidad era humilde, manifestada casi con modestia, y sin embargo era directa. Los que se acercaron a él se llevaron la percepción de un hombre amable, nunca enigmático, nunca doble, nunca dudando entre una línea populista o mediática, nunca moralizante.

Amó al mundo porque estaba enfermo y necesitado de Dios. Sentía que la Iglesia tenía una gran misión. Al percibir la ayuda de un Dios que, según él, «arrodillado» ante nosotros, adoró el misterio de la misma.

Es una de las personas más importantes de nuestro siglo. Todos le estamos agradecidos por haber recibido de él el don de su testimonio. Yo también me beneficié durante un corto periodo de tiempo de su proximidad y de la sombra de ese majestuoso roble, primero como Sustituto de la Secretaría de Estado y después como Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, lo que me permitió convertirme en testigo del pensamiento y de la acción de Benedicto XVI. También aprecié su amable consideración, incluso después de su renuncia al papado, y conservo con profundo afecto el recuerdo de varios encuentros y de sus breves pensamientos que acompañaban con delicadeza el don de ciertas publicaciones: «A mi querido amigo».

Será un Doctor de la Iglesia

 

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre

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