«La afirmación de que todos los seres humanos somos hermanos y hermanas, si no es sólo una abstracción (…) nos obliga a asumir nuevas perspectivas» (FT 128).
La primera de estas perspectivas es entender si todos somos hermanos y por qué. Ante las guerras diarias, los odios de todo tipo, pasados y presentes, el terrorismo, la crueldad personal y colectiva, nos preguntamos si podemos hablar de fraternidad, y cómo. Una palabra que también ha dado lugar a malentendidos ideológicos y políticos, e incluso la Revolución francesa del siglo XVIII la convirtió en un pivote de la «nueva» era; una era en la que no se pasó por alto la violencia, la segregación racial, el colonialismo, la guerra y, posteriormente, la explotación laboral, el nacimiento de complejas ideologías de dominación y supremacía (nazismo, comunismo y dictaduras de diversa inspiración).
Para Cristo y para la cultura que nace de él, la fraternidad tiene otra historia – una historia bíblica – profundamente humana y existencial, que no olvida la afirmación latina homo homini lupus («El hombre es un lobo para el hombre» – La Asinaria de Plauto, II, 4, 88), que pretende explicar el egoísmo de los hombres y señalar su lucha contra los demás para sobrevivir.
La visión que Jesús dibuja – como verdadera novedad – es «otra». Y es en este sentido como debemos entender la expresión que proviene de las Admoniciones atribuidas a San Francisco, que pedía a sus hermanos que miraran hacia Cristo para captar el significado de la fraternidad que él quería entre ellos.
Desde el punto de vista bíblico, la idea de fraternidad (anterior a cualquier otra forma de fraternidad en un sentido muy reductor y, aparentemente, de camaradería) no sólo nace de la característica de tener en común la maternidad o la paternidad biológica, sino de ir más allá del aspecto biológico, como se expresa muy bien, de manera existencial, en el Salmo 51, que confiesa: «Pecador me concibió mi madre» (versículo 7); en ese mismo salmo, el ser humano es consciente de que en la vida es a veces compañero de ladrones y adúlteros, de tramposos, e incluso llega a matar a su prójimo con el mayor desprecio hacia Dios mismo (cf. Salmo 50, versículo 16 ss.). Una mala conciencia casi lleva a Caín a mentir al Señor, tratando de escapar de la hermandad de Abel. Esta historia sigue siendo de actualidad en la humanidad. El pecado original (ahora casi «desechado» en la teología y la predicación contemporáneas), sin embargo lo llevamos con nosotros, porque sin él no hay ni siquiera un bautismo del Espíritu (cf. Juan 3, 3-8), según la enseñanza de Jesús a Nicodemo, que quería comprender lo que era la «novedad» anunciada por Jesucristo, y no habría lugar para ese «Cordero de Dios, … que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), Jesús, a quien Juan el Bautista señaló cuando lo vio venir hacia él.
¿De qué novedad se trata? Jesús enseñaba a la multitud y a los discípulos el meollo de las relaciones con Dios, con la sociedad (incluyendo la sociedad religiosa), y con los demás, y luego declaraba firmemente: «Todos vosotros sois hermanos» (Mateo 23, 8). No estamos hablando aquí simplemente de judaísmo; amplía la mirada porque «uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mateo 23, 9). Con Jesús, la pregunta se vuelve trascendente. La fraternidad -dice Jesús- viene del Padre celestial, y por eso trasciende toda discriminación relacionada con el color de la piel, la cultura y las tradiciones; un «Origen» que, incluso dentro de la Iglesia, parece ser despreciado o ignorado. Si ya no hubiera una llamada a la trascendencia, la fraternidad se rompería; la igualdad no soportaría diversas presiones, incluyendo las económicas y sociales, y la libertad se encerraría egoístamente en sí misma. La fraternidad tiene un significado trascendental. Esto también lo menciona la encíclica papal, citando la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II (cf. FT 273).
Nos enfrentamos a otro reto: si la trascendencia fuera cierta, ¿de qué Dios estamos hablando? La pregunta me fue formulada de manera simple pero profunda por un cristiano que vivió en Irán cuando yo servía allí y que estaba enfrentado constantemente al «Dios del Islam»: «¿El Dios de Jesucristo, es el mismo Dios que anuncian los musulmanes?» – se preguntaba con cierta perplejidad. La pregunta tiene su interés. Las contradicciones concretas, el hecho de ser llamado «infiel» (kāfir), eran y son muy reales. Abu Dhabi (cf. el «Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común» fechada el 4 de febrero de 2019), representa una nueva etapa, al menos para no entrar en guerra y no provocar nuevas crisis humanitarias. El terrorismo y el extremismo están en contra de Abu Dhabi. Pero la esperanza de que las raíces abrahámicas de las tres religiones monoteístas, de las que habla el Concilio Vaticano II (cf. LG 16), puedan dar fruto, no ha muerto. En este clima, por lo tanto, no se atreve a pensar que los Acuerdos de Abrahán (entre los Emiratos Árabes Unidos, Bahrein e Israel, con la posibilidad de una futura ampliación) son una iniciativa con consecuencias tanto diplomáticas como económicas, culturales y religiosas hasta ahora impensables. Salir de la lógica de la confrontación significa pensar de manera diferente y más «elevada».
Cuando Jesús habla del «Padre Celestial», en verdad se refiere al Dios de la revelación de Abrahán. No habla de un Dios abstracto y filosófico; a la mujer samaritana (¡recuerden que no se querían mucho los samaritanos y los judíos!) que le preguntó qué Dios debía adorar, Jesús le respondió mirando más allá del cercano Monte Garizim en el que los samaritanos adoraban a «su» Dios, y también de la colina de Jerusalén en la que los judíos adoraban al Altísimo. Jesús, sin embargo, habla de un «Padre» que quiere ser adorado «en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad» (Juan 4, 23-24). Este Dios se revela a través de Jesucristo, el Mesías, que ya no puede ser ignorado. Sin él se vuelve al panteísmo o a las divisiones irénico-teosóficas de un Dios con una impronta platónica o esotérica. El Dios de Jesucristo tiene los rasgos del Padre que, a través del Hijo, nos ilumina, redime, reconcilia y, en la cruz, nos abre a la fraternidad. ¿Pero qué fraternidad?
Para disipar cualquier malentendido futuro, al hombre de la Ley que pedía explicaciones, Jesús le contó la bella parábola del Buen Samaritano (cf. Lucas 10, 25-37); no hay teorías, sino ejemplos, y sobre todo este muy fuerte: «Anda y haz tú lo mismo» (Lucas 10, 37). La encíclica del papa Francisco ilustra con innegable claridad la parábola que representa el corazón teológico de la enseñanza de Jesús sobre la fraternidad y que se encuentra en el centro del documento pontificio (cf. números 56 y siguientes). La parábola – explica el Papa – destaca confianza «en lo mejor del espíritu humano» (FT 71) que toma forma y se origina en la verdad.
¿En la verdad? Una vez más el cristiano piensa en Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14, 6). En términos sencillos, digamos que Jesús perfecciona su enseñanza para nosotros, por así decirlo, como por ejemplo hablando de los actos humanos más difíciles (cf. Mateo 5, 20 ss.); la venganza («Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia…»: Mateo 5, 39); las relaciones humanas («a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos»: (Mateo 5, 41); nuestra actitud hacia aquellos que están necesitados («…a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas»: Mateo 5, 42) o nuestras relaciones con nuestros enemigos («… si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».: Mateo 18, 21-22). ¡Cuidado! – dice Jesús – una cierta fraternidad también existe entre «publicanos» y «paganos», pero para el cristiano la fraternidad se refiere a «como vuestro Padre celestial» (Mateo 5, 48).
La fraternidad de la que habla Jesús no puede, por tanto, reducirse a un simple dato antropológico o sociológico; para el cristiano la cuestión es teológica, trascendente (cf. FT 85); es decir, necesita a Dios Padre, principio rector y piedra angular de toda construcción sobre la fraternidad. Sin Dios Padre la fraternidad se derrumba y necesita permanentemente: tolerancia, acuerdo, norma, juicio y fuerza. La razón por sí sola no puede crear la fraternidad (cf. FT 272).
Jesús, como Maestro, es la garantía de una visión que trasciende el límite antropológico en sí mismo. A una monja que quería dejar la Congregación porque ya no soportaba el olor de los pobres, la Madre Teresa de Calcuta le preguntó quién era ese pobre al que había acogido ese mismo día: «¿No tenía el rostro de Cristo?» Y la monja permaneció en la Congregación. «Para los cristianos», dice el Papa, «reconocer al mismo Cristo en cada hermano» (FT 85) nos permite ir más allá de las muchas consideraciones y preguntas que nos desafían. Esto nos lleva a la tercera de las virtudes teologales, la caridad, que reactiva cada relación. La caridad va mucho más allá de cualquier dimensión sociológica o biológica; reside en un Dios que hay que amar «sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (CIC 1822). La caridad se cumple en Jesús que amó a los suyos hasta el final (cf. Juan 13, 1).
La Carta a los Hebreos ofrece una interesante explicación de la humanidad asumida por Cristo, evocando admirablemente que era «conveniente» (Hebreos 2, 10) que sea redentora la encarnación de Jesús, de aquel que es «el santificador» y «el que no se avergüenza» de llamarnos hermanos (Hebreos 2, 11).
La última perspectiva: todos somos hermanos, pero ¿hermanos «diferentes»? Sí. La diversidad no afecta al significado social de la existencia ni a la convicción de la dignidad de cada persona, ni a la dimensión de la espiritualidad (cf. FT 86). La diversidad promueve la riqueza humana y la belleza. En efecto, no pensamos en una diversidad con un regusto vagamente filantrópico o universalista, sino en una diversidad creadora de una verdadera forma de «amistad» social que engendra, a través de la rectitud de corazón, la verdad, el bien común y la paz.
Fernando Cardenal Filoni
(Diciembre 2020)