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El tiempo de Cuaresma nos invita a vivir espiritual y concretamente las dimensiones de la oración y la caridad. Algunos pasajes sobre estos dos temas extraídos del libro – «Y toda la casa se llenó del aroma del perfume»(cf. p. 60-70)- podrían ayudarnos en nuestra reflexión.

En primer lugar, la oración.

La oración nunca debería faltar en nuestra vida.

En la familia de Nazaret, Jesús aprendió a orar en la sinagoga de su pueblo, según la costumbre hebrea. La oración formaba parte de la vida de Jesús y esto suscitó también en los discípulos el deseo de imitarlo; por eso, no solo la recomendó, sino que les enseñó a orar.

El «Padre Nuestro», la oración por excelencia se convirtió en su contenido y en su esquema; además, el Señor también enseñó cómo orar: sin hipocresía, en lo escondido, sin pronunciar muchas palabras. El «velar» en oración, finalmente, aparece en los Evangelios como una constante evidente del Señor antes de los momentos más importantes: así, la víspera de su pasión, el Señor pidió a sus discípulos que velaran y oraran con él.

La oración también pertenece, en sí misma, al estilo y a la naturaleza de la Iglesia; por tanto, es bueno que todos aprendan a rezar y lo hagan constantemente. En la oración, de hecho, se expresa la fe. No «nuestra» fe, sino la fe de Jesús a la que estamos unidos. Siempre hemos de pedirle en la oración que nos permita unirnos a él para dirigirnos conjuntamente al Padre y obtener el don del Espíritu Santo, según la bellísima enseñanza de san Agustín, el cual decía que el Señor Jesús «ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, y es invocado por nosotros como Dios nuestro».[1]

En cuanto a la caridad, Benedicto XVI escribió en uno de sus documentos más sugestivos del pontificado que «la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» [2] es la caridad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección. La caridad es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y la paz. Aquí se trata de comprender que la raíz de la caridad es Cristo: su vida, su enseñanza, los signos que lo acompañaban, su pasión, muerte y resurrección.

Jesús no hace nunca apología de la caridad; la muestra concretamente refiriéndose a personas necesitadas: los pobres, los enfermos, la mujer acusada de adulterio, los propios endemoniados; y también al doctor de la Ley que le preguntaba: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). Jesús no da explicaciones, pero cuenta la parábola del buen samaritano, la del hombre que bajando de Jerusalén a Jericó cayó en manos de unos bandidos, que le robaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto; solo un samaritano se compadeció de él. La conclusión es evidente: «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

Con la oración que expresa la fe, la caridad prolonga la presencia de Cristo en el mundo si el amor al prójimo está enraizado en el amor de Dios. Este aspecto es fundamental en la visión cristiana, porque el amor al prójimo se libera de una cierta concepción antropológica neutra y recobra la concepción teológica establecida por Cristo; el amor al prójimo es una misión que concierne a cada fiel, pero, al mismo tiempo, concierne a toda la comunidad eclesial: desde la local a la Iglesia universal en su totalidad. En la medida en que se unen entonces al misterio de Cristo, sacramentalmente por el bautismo, los cristianos perciben que son miembros de una misma familia, la de Dios, que nos llama a no perder nunca de vista nuestra pertenencia y nuestra misión de hacer el bien. Es hacia esta misión que nos dirigimos y para la que sacamos fuerzas de nuestra vocación personal, como casados, solteros, consagrados, pero también como miembros de asociaciones específicas. Los compromisos que hemos adoptado tienen una importancia relevante y está en línea con cuanto recuerdan tanto los Hechos de los Apóstoles – todos los que se convertían en creyentes ponían todas las cosas en común, según la necesidad de cada uno (Cf. At 2,44-45) – como el apóstol Pablo, quien, en momentos de particular calamidad, persecución o carestía, pidió a las comunidades de Antioquía, Grecia, Galacia y Macedonia de acordarse de los «santos» en Jerusalén y de llevar a cabo colectas, que después él definirá generosas, incluso, «por encima de sus posibilidades» (2Cor 8,3-4). Por lo tanto, los cristianos perciben en este compromiso común de caridad y de oración que poseen uno de los «rasgos» característicos, que los permite ejercer la propia espiritualidad a través de «una gran generosidad» procedente de «los propios recursos materiales» [3]; vale la pena recordar aquí las bellas palabras del papa san León Magno cuando decía a los cristianos de Roma: «Que haya más generosidad con los pobres y los que sufren, para que podamos dar gracias a Dios. Y que esto se haga con alegría» [4]. ¡La alegría de la bondad! La Cuaresma nos incita a recorrer esta doble vía: la oración y la caridad.

Fernando Cardenal Filoni

(marzo de 2022)

[1] Agustín, Comentarios sobre los salmos, Sal 85, 1: CCL 39, 1176-1177

[2] Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in veritate, n. 1; véase también otra encíclica: Deus caritas est.

[3] Véase al respecto el art. 4 de los Estatutos

[4] León Magno, Sermón 10 sobre la Cuaresma, 3-5: PL 54, pp. 299-301.

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