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S. E. R. el Cardenal Gran Maestre Fernando Filoni ha celebrado una santa misa esta mañana para ofrecer el inicio de su misión al frente de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén en la iglesia del Espíritu Santo en Sassia, que está enfrente del palacio Della Rovere, sede del Gran Magisterio.

Lo han acompañado los Altos Dignatarios de nuestra institución pontificia, los Lugartenientes italianos y los Caballeros y Damas de Roma.

Tras la celebración eucarística, Su Eminencia Reverendísima ha querido reunirse y saludar personalmente a los participantes en el palacio Della Rovere.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Desde el primer momento de mi nombramiento como guía de nuestra Orden, he deseado reunirme con ustedes para rezar y pedirle a Dios el don de la luz y su gracia.

Reflexionando sobre nuestra misión especial o llamada en la Iglesia, me acordé de los pasajes del Evangelio que narran la vocación de los discípulos de Jesús. Con ellos, de hecho, comenzaría una profunda relación humana y el proceso de su formación y revelación. El Evangelio de Mateo nos dice que el Señor «vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, […] Les dijo: “Venid en pos de mí”. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, […] Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron» (Mt 4, 18-19.21.23); «Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). Jesús se encuentra con cada uno de ellos donde la vida los ha llevado y sus miradas se cruzaron para siempre.

Por eso me gusta pensar que nuestra llamada para la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén ha sido también el resultado de un encuentro y una llamada en la que fuimos, por así decirlo, examinados y elegidos; de la misma manera también que María Magdalena en la tumba vacía; allí la mirada y la voz inconfundible de Jesús resucitado la llevó inmediatamente a gritar: «¡Rabboni!», lo que quiere decir Maestro; sí, no era el jardinero, sino el Maestro ¡vivo! (cf. Jn 20, 14-17). ¡Pero qué inquietud y qué agitación del corazón y de la mente!

Lo mismo se puede decir de san Pablo, que de camino a Damasco para arrestar a los cristianos, fue examinado interiormente por el Señor. Desde esa experiencia, desde ese encuentro con el Resucitado, él, el perseguidor, sintió la gracia y obtuvo la fuerza que cambió su vida convirtiéndose en el mayor predicador de entre los paganos.

Queridas Damas y Caballeros del Santo Sepulcro: pensar que todos han sido mirados y amados por el Señor en un momento particular de sus vidas y que su mirada ha marcado nuestros corazones, nos permite reflexionar sobre el sentido de nuestra pertenencia a la Orden.

Pertenecemos a ella no porque la hemos heredado de una familia o clase, sino porque Aquel que se convirtió en el punto de inflexión de la historia del hombre nos ha llamado. Podríamos decir que el «Sepulcro vacío» es el punto y lugar donde nos encontramos con la historia del final «ignominioso» e «injusto» infligido a un hombre que había hecho el bien, pero que incomodaba a los líderes religiosos y al poder de Roma; es la historia de Pedro, Juan, María Magdalena y otros que vieron su tumba vacía, pero sobre todo que reconocieron a Jesús resucitado. Esta historia continúa para nosotros, no ha terminado.

Frente a esa tumba vacía y al encuentro con Cristo vivo, se ha producido la mayor transformación de la humanidad y se han abierto escenarios impensables en cuanto a la convivencia de los pueblos, las relaciones sociales, las dimensiones del espíritu, el sentido de la existencia. La historia nunca volverá a ser como antes. Los seres humanos se han encontrado juzgados por el misterio de la Cruz y de la Resurrección: el amor fue restaurado, el bien y el mal conocerían su claro punto de separación, la gracia y la verdad, mostradas en Cristo, revelaron el rostro misericordioso de Dios (cf. Jn 1, 17-18).

Con el descubrimiento de la tumba vacía, que había causado asombro y consternación, y luego en el encuentro con el Resucitado, que restauró la paz interior y trajo una inmensa alegría (cf. Jn 20:20), comenzó la aventura de la fe «cristiana».

Sigue siendo útil para nosotros volver a escuchar el fuerte testimonio de Pedro y de los otros discípulos que gritaron al incrédulo Tomás: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20, 25). Precisamente de esa incredulidad, en la que se entrelazaban la humillación y la fe, nació la última bienaventuranza de Jesús que acompañará la vida de todo creyente: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).

Y con esa misma fe humilde y tranquilizadora en el Resucitado, nos gustaría entonces, en sintonía con el Evangelio de hoy, entrar en la barca de la que habla el Evangelio: no se trata de una barca material, sino de la inquietud del corazón y de la mente. Si el Resucitado está con nosotros no nos importa si en la navegación de nuestra vida tenemos a veces una aburrida bondad y nos parece sin sentido; no nos importa si somos sacudidos como por una tormenta debido a un viento impetuoso y destructivo; no nos importa incluso si a veces nos parece que la barca vaya a volcar o que se llene de agua, mientras que el miedo nos llevaría a gritar: «Estamos perdidos» (Mc 4,38).

Tener al Resucitado en la barca pequeña de nuestra vida o en la gran barca de la Iglesia, saber que Él ha prometido protegernos del Maligno (cf. Jn 17,15) y en la verdad (cf. Jn 17,17), es para nosotros la garantía y certeza de que en el momento oportuno será Jesús quien amenace a las olas y grite al viento: «¡Silencio, enmudece!». (Mc 4, 39).
Como Damas y Caballeros del Santo Sepulcro de Jerusalén, partimos del mismo lugar de donde Pedro, Juan, María Magdalena y los demás partieron para el mundo, es decir, desde esa tumba vacía y el encuentro con Cristo, nuestra esperanza y nuestra íntima alegría, sabemos que Él da sentido a nuestra existencia y seremos testigos del Señor vivo.

Deseo que lleguen mis más cálidos saludos, mi aprecio y mi oración a todos los aquí presentes y a toda la gran familia de Damas y Caballeros del mundo. Nuestra existencia en la vida de la Iglesia, consolidada muchas veces por los Sumos Pontífices, tiene el propósito de asegurar que el Evangelio siga resonando en la tierra donde hay tantos lugares sagrados y que siga la obra de caridad, el apoyo a las instituciones culturales y sociales y la defensa de los derechos de los que viven allí.

Estos objetivos en su conjunto nos llevan a la raíz neo-testamentaria de nuestro compromiso en Tierra Santa. Sabemos que los primeros cristianos de Antioquía, a causa de la grave hambruna que se produjo en los años 49-50, «en tiempo de Claudio», con loable celo «los discípulos determinaron enviar una ayuda, según los recursos de cada uno, a los hermanos que vivían en Judea; así lo hicieron, enviándolo a los presbíteros por medio de Bernabé y de Saulo» (Hechos 11, 27-30). Fue un gesto de gran solidaridad, sin embargo, de los que Pablo también había solicitado a las Iglesias de Galacia y Corinto (1 Cor 16:1-4) y el ofrecido por los cristianos de Macedonia; éstos, a pesar de «su pobreza extrema», habían mostrado una gran generosidad: «os lo aseguro -escribe el Apóstol en la segunda Carta a los Corintios-, e incluso por encima de sus posibilidades, con toda espontaneidad nos pedían insistentemente la gracia de poder participar en la colecta en favor de los santos» (2 Cor 8, 1-5). ¡Espléndida actitud para querer participar en la ayuda de los cristianos en Palestina!

En todos esos gestos, queridos hermanos y hermanas en Cristo, encontramos -me gusta repetirlo- la raíz de nuestro trabajo y el propósito que los Sumos Pontífices han querido asignarnos. No debemos olvidar nunca que la caridad y la solidaridad califican a la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro y nos honra tenerlas como nuestras características a favor de la Iglesia Patriarcal de Jerusalén y de tantos hermanos y hermanas necesitados que viven en esa tierra; tierra bendecida por el Altísimo, pero también necesitada de paz.

Gracias por su presencia, gracias por su generosidad. Gracias por su oración. Que la Santísima Virgen María, Reina de Palestina, les proteja, a Ella nos encomendamos, y que el Altísimo nos bendiga. Amén.

 

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